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Federico no era de levantar la voz. Era de esos tipos que escuchan más de lo que hablan, que se toman su tiempo para pensar antes de opinar. Vivía en un barrio tranquilo, con su hija Martina, que recién había empezado la secundaria en la escuela pública del barrio.

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Una tarde, mientras preparaban la cena, Martina le mostró una cartulina que tenía que entregar para Historia. El título decía: “Los líderes que cambiaron el país”, pero todos los ejemplos eran de un solo partido político. Federico frunció el ceño, pero no dijo nada. Solo preguntó:  
—¿Y no podías elegir otros?  
—La profe dijo que esos eran los que había que poner —respondió Martina, sin levantar la vista.

Federico no durmió bien esa noche. No era que estuviera en contra de esos nombres, pero le molestaba que no hubiera opción. Que su hija no pudiera pensar por sí misma. Al día siguiente fue a la escuela. No con bronca, sino con una carpeta llena de recortes de diarios, libros de historia y una carta escrita a mano.

Pidió hablar con la directora. Le explicó, con respeto, que no buscaba confrontar, sino abrir el juego. Que los chicos merecían aprender a pensar, no a repetir. Que la historia tenía muchas voces, y que silenciar algunas era como enseñar a mirar con un solo ojo.

La directora lo escuchó. Le dijo que iba a revisar el contenido. No prometió cambios, pero al menos no lo despachó. Federico salió con la frente en alto. No había ganado nada concreto, pero había sembrado una duda. Y a veces, eso es más poderoso que una respuesta.

Esa noche, Martina rehizo su cartulina. Puso a líderes de distintos colores, con sus aciertos y errores. Cuando la entregó, la profesora la miró raro, pero no dijo nada. Solo escribió en la esquina: “Interesante enfoque”.

Federico guardó esa cartulina en un cajón. No por el trabajo en sí, sino porque era la prueba de que, con paciencia y convicción, se puede empujar el mundo un poquito hacia el pensamiento libre.


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**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
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