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Ariel se despertó con el sonido de la cafetera, ese borboteo que anunciaba la primera dosis de esperanza del día. Su abuela siempre decía que el café era el perfume de los milagros cotidianos, y él lo creyó desde niño.  

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Miró por la ventana: el sol se estiraba sobre los techos, las hojas temblaban con la brisa, y un pájaro despistado aterrizaba en el borde de la fuente de la plaza. Nada fuera de lo común, pero todo, en su delicada existencia, era un recordatorio de lo efímero.  

Ariel solía correr tras grandes sueños, siempre esperando un mañana mejor. Pero aquella mañana, con la taza entre las manos, entendió lo que su abuela quiso decir: cada día es un regalo que no se repite. Tomó un sorbo, cerró los ojos y agradeció a Dios por la luz, por el aire, por el sonido del café llenando su taza.  

Después de todo, la vida es eso: pequeños milagros que valen más que cualquier futuro incierto.  


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**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
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