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author | linarev |
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title | "Historias que nunca se olvidan. Capítulo 1: "Alborada" / Contenido Original (Novela)" |
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body | "Alejandra Duarte murió el día de su boda cuando un disparo que se oyó en toda la Hacienda, le perforó el pecho, salió por la espalda y dejó un agujero en la pared que nunca más habrían de taparlo así como esa habitación nunca más sería abierta hasta muy avanzada ya la edad de Carlos Javier Duarte que decidió convertirla en un balcón gigantesco. Tenía 20 años y su novio, un mexicano monumental iba a ser el afortunado en desposar a la más pequeña y más bella de las Duarte. La semana de preparativos había sido muy nostálgica porque Eloísa Duarte recordaba a cada instante las ganas que tuvo siempre su Madre de ver a alguna de sus hijas casarse. Las tres que lo habían conseguido habían llorado en el altar su ausencia y Alejandra Duarte estaba dispuesta a ser la excepción.
No conoció a Doña Emilda María García Lozano de Duarte, su madre, una espectacular capitalina, que se unió a los federalistas en la guerra revolucionaria que la llevó a internarse en la sabana buscando arrebatar las tierras que la independencia había regado de sangre y que algunos sobrevivientes de aquella gesta habían usurpado como recompensa a su esfuerzo *<<La patria no les pidió la lucha, lo que sí les pide, es que la dejen crecer>>* solía decir en sus consignas a caballo por las oscuranas de aquellos días. Al final de la guerra, con los ideales socavados y la moral marchita, en un intento de volver a la normalidad que su vida de doncella tenía, decide regresar a la ciudad de incógnita en un carruaje de correos, fue arrestada y habría sido ahorcada si Don Juan Javier Duarte y Colina, un poderoso terrateniente, descendiente de peninsulares y patriota no hubiera pagado indecentes cantidades de dinero para comprar la vida de la dama. Emilda, ofreció como pago los servicios domésticos en la Hacienda donde vivía el caballero y este simplemente le ofreció la libertad. Llevándola de compras para que luciera un atuendo decente y devolviéndola como toda una dama a la capital.
*-Nunca diga que fue revolucionaria.-* Le aconsejó.
*-Yo no he dejado de serlo, mi señor.-* Sentenció ella.
*-Entonces guarde la revolución bajo la falda, hasta que sea oportuno.*
La familia de Emilda no creyó absolutamente nada de las inverosímiles explicaciones que ella dio sobre su ausencia de casi cinco años. En la ciudad les restregaron que se había unido a la guerra y andaba cual marimacho encaramada a lomos de caballos, mancillando el nombre de una estirpe que databa desde la inexistencia de las Américas. Ella, que no estaba acostumbrada a recibir reclamaciones de nadie y se ganó el respeto seccionándole el pescuezo a cuanto traidor había en las filas revolucionarias, simplemente se dio la vuelta y caminó por la empedrada calle para encontrar alguna forma de salir de allí. La mayoría de su familia nunca más supo de ella. Sin embargo, años después Emilda, en un ataque de nostalgia quiso ir a saludar y a presentarse como la Señora de Duarte aprovechando que iba a la ciudad para bautizar a su primera niña y se encontró con una botica ruinosa en lugar de su antigua casona y con versiones encontradas sobre el destino de los antiguos habitantes, no se molestó en intentar buscarlos. La ciudad había dejado de ser acogedora.
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Fuente: Eneltapete.com
El matrimonio de Emilda fue verdaderamente un acontecimiento, desde los valles centrales se apersonaron invitados notables y hasta representantes del gobierno conservador, que hicieron política entre ron añejado y dulce de plátano maduro que la inocente Ofelia había preparado durante quince días. Se cuenta que la novia, se encerró en su habitación a morder la rabia de tener que compartir su fiesta con los enemigos ideológicos en contra de los cuales tanto había luchado. En el batallón revolucionario se le conocía sólo como *“La comandanta”* era imposible que le relacionasen con la revuelta que sumió al país en un desorden por más de cinco años, además Don Juan Javier, le había dicho que los que hoy exhibían el poder por los caminos de la Nación en miseria, sólo eran actores acartonados que no sabían lo que era empuñar un arma para ganarse a pulso la Patria. En efecto así ocurrió. La Señora de Duarte no fue reconocida, ni cuando tuvo la osadía de decir que el país nació bañado en sangre y parece que su destino es alimentarse de sangre para que continúe siendo un país, en una tertulia política reservada sólo para los hombres.
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Fuente: vicepresidencia.gob.ve
Hacía ocho meses que Emilda había llegado a la hacienda de Don Juan Javier Duarte. Luego que abandonó la casa de su familia, cubierta de reproches en la Capital. Ella empezó como empleada doméstica y era la única mujer blanca en medio de una cuadrilla de negras y mulatas que se encargaban del aseo de una hacienda que parecía cada vez más grande. Don Juan Javier nunca quiso que fuera así, pero Emilda había conocido el sabor del pueblo y convivía mejor con las clases descalzas; por un buen tiempo se dedicó a enseñar a las mujeres a leer y a escribir, incluso después de casada y con varios meses de preñada no dejó al azar la educación de su servidumbre. Por ello el día de su muerte, las negras la lloraron como si hubiera muerto su propia madre. A los dos meses de llegada a la Hacienda Emilda tuvo que cargar con el consuelo del dolor que provocó la muerte de Elene, la madre que se presumía casi centenaria de Ofelia quien para entonces contaba doce años de respiraciones.
Elene, hablaba muy poco español, aunque lo entendía muy bien. Llegó de Haití a principios de siglo y cuando estaba haciendo la fila para ser marcada en la pierna izquierda como esclava con un hierro al rojo vivo, generó un escándalo al rociar a uno de los soldados blancos con sangre producto de su inoportuna femineidad, aprovechó el desconcierto para escabullirse entre la espesa vegetación de las montañas que rodeaban el puerto y varios días después estaba viajando como mujer de Bulo, un mestizo curazoleño que contrabandeaba telas y las vendía a muy buen precio en las sabanas centrales cuando el invierno se acercaba y las mujeres necesitaban tener más ropa para el frío y más formas para protegerse de los mosquitos de la humedad.
En un torrencial aguacero de Octubre, Elene parió a su pequeña Ofelia. Y quiso darla en adopción para no someterla a las penurias de una vida corriendo por mantener la libertad y caminando de noche para que la oscuridad disimulara un color de piel que ella no eligió y que la hacía *per se* poco menos valorada que un asno. Bulo, no aceptó. En su próximo viaje a las sabanas, les ofreció a Elene y su hija a un hacendado joven que estaba construyendo su casa en los predios. Aunque era blanco, comulgaba con las ideas de igualdad por las que murió desecho El Libertador. Juan Javier no vaciló. Aceptó a las mujeres y le permitió a Bulo venir a verlas periódicamente en una casita que le construyó al lado de la hacienda para que fueran realmente una familia. Elene se encargaba de la atención al señor de la casa, Juan Javier era adicto a los dulces de plátano maduro que cocinaba y servía en una hoja fresca. Además ella administraba la alacena y se encargaba del salado de las carnes, a parte de ser la “jefa” de las chicas de servicio. Era una mujer monumental de poco más de dos metros de alta, era capaz de servir la mesa entera ella sola portando sobre su cabeza una enorme bandeja con los platos correspondientes a los comensales del momento. Don Juan Javier le compraba ropa, le celebró los cinco primeros cumpleaños a Ofelia y le dio cristiana sepultura a Bulo cuando fue muerto en medio de fuego cruzado en el río, en donde las tropas conservadoras buscaban a focos de revolucionarios desperdigados por los montes. Elene nunca dijo su edad, pero al morir se presumió mucho más de noventa años. Su mirada llena de experiencia y dolor, sólo decía que cargaba sobre ella la sabiduría de muchos años de sufrimiento que le habían otorgado el beneficio de la larga vida. Ofelia la encontró muerta en su hamaca, con el cuerpo tibio aún y con una lagrima a medio camino en su mejilla izquierda porque recordó a Bulo –El único hombre que la hizo sentir bonita- y su inminente encuentro con él; pensó en Don Juan Javier –El único hombre que la trató como a una persona- y en Ofelia –la única razón porque aguantó viva hasta ese día.
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Fuente: clarin.com
*<<Me Senora, le encago a mi hija>>* Fue lo único que alcanzó a decir antes de expirar sin que nadie supiera que lo había dicho. Emilda, por defecto ocupó el lugar de Elene entre las mujeres y se le acumuló el trabajo cuando les dio la libertad de llorar a su muerta por tres días. El luto, por la partida de la matrona, se sintió hasta en la brisa y el canto de los pájaros. Todo alrededor de la hacienda empezó a extrañar a Elene. Al tercer día de duelo, quince hombres fueron necesarios para cargar el ataúd hecho a la medida de Elene, que fue sembrada al lado de Bulo con una inscripción que decía **“Que Dios te de el abrazo de la vida eterna”**. Ningún sacerdote ofreció la misa. El del pueblo más cercano se negó por tratarse de una mujer negra. Don Juan Javier Duarte y Colina, le escupió los pies al salir de la casa parroquial luego de obtener la respuesta a su petitorio.
*-Esperaré verlo morir, Padre-* Le dijo sin volver la mirada.
*-Ese es el destino de todos, hijo mío- *Le dijo el Cura con voz temblorosa, sintió el comentario como una amenaza.
*-Si, pero seguramente a usted, nadie le llorará como todos estamos llorando a esa negra-* Espetó, a medida que montaba su caballo, para luego irse en dirección del viento.
Emilda les encargó a las mujeres el cuidado de Ofelia quien no había dicho una sola palabra desde que encontró a su madre muerta. Sólo se expresaba con llantos silenciosos que, normalmente acababan en un sueño profundo. La antigua comandanta, que era muy diestra en las labores culinarias, se lució en reconfortar a los habitantes de la hacienda con buenos manjares. Por varios días intentó que Don Juan Javier comiera sin éxito.
*-No hacemos nada muriéndonos por quien ya murió-* Le dijo Emilda, en una ocasión.
Don Juan Javier estaba sentado con los ojos punzando el horizonte infinito pintado de los colores melancólicos del ocaso. Lo que Emilda le acababa de decir le hizo descansar la mirada hacía el suelo.
*-No me muero por nadie. Es la soledad la que me está matando-.*
Un mes le llevó a Emilda espantar el fantasma de la soledad de los rincones de la casa. Era escurridizo y Don Juan Javier lo veía en cada estancia. Cuando dormía, la soledad lo vigilaba al lado, en su cama. Cuando cabalgaba, la soledad se apretaba a su cintura para no caerse. Cuando comía, la soledad le miraba complacida de que estuviera retomando la normalidad de sus días. Cuando se bañaba, la soledad le ayudaba a pasarse los estropajos por la espalda, incluso cuando fumaba, la soledad parecía no molestarse por el olor al tabaco y se quedaba, allí, viéndolo fijamente, sonriendo por tenerlo, entero para sí. Juan Javier estaba cayendo sin remedio al pozo oscuro y frío de la costumbre, cuando notó que una noche de fuertes lluvias Emilda le llevó una taza de chocolate caliente y dos dulces de plátano maduro, que Ofelia había hecho en total silencio y de pronto notó que la soledad que estaba sentada en sus rodillas jugando con un mechón de su pelo, desapareció, al sentir la presencia de otra mujer en la habitación. Juan Javier sólo lo sospechó, y por ello pasó días haciendo la prueba y, en efecto, la soledad simplemente se iba con la sola presencia de Emilda en el mismo espacio que él. *Las mujeres no se soportan* pensaba sonriente cuando caminaba por los pasillos de la casa y una se iba a la presencia de la otra. Así que poco a poco, Emilda empezó a compartir con Don Juan Javier mucho más que conversaciones vacías sobre el tiempo, el ánimo de Ofelia y las provisiones, sino que hablaban de la política, de la debilidad económica de la Nación en un mundo voraz, de la educación e incluso de las esperanzas. Pronto la casa, fue tomada por Emilda, con el beneplácito de Juan Javier para convertirla en un lugar acogedor. La soledad no tuvo más remedio que huir, vencida, con sus maletas vacías.
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Foto propia
Muy cercano Marzo, el sol era realmente dictatorial en aquellas sabanas. Los obreros, hacían esfuerzos faraónicos por construir canales de riego desde los ríos más grandes de la zona, para garantizar las cosechas, impedían que los pájaros y animales del monte que buscaban un sitio fresco para escapar de los inclementes rescoldos del estío, se comieran lo que aún no estaba listo para la recolección. Era realmente una faena intensa. Las mujeres por su parte, administraban muy bien la comida y cocinaban justo lo que se iba a consumir, todas cambiaron radicalmente su atuendo y se vestían por disposición de Emilda de colores suaves para mitigar el calor. Ofelia había asumido el mando de la cocina, por orden de la jefa en funciones (Emilda). Rigoberta, la más vieja de las mujeres, se encargó del cuidado de la alacena que incluía las barricas de vino tinto europeo que habían llegado en navidad, las carnes rojas y blancas saladas, el estanque con las tortugas de río que se tenía para el consumo interno y el corral de gallinas, patos, pavos, codornices y gansos.
Don Juan Javier Duarte y Colina, hizo sembrar rosas, azucenas, claveles, cayenas, girasoles y margaritas en los cuatro jardines de la hacienda. Mandó a traer de las ciudades centrales pinturas para remozar las paredes, vitrales para cambiar las ventanas, estatuas para adornar los jardines y un carruaje que, según decían, fue fabricado en el Puerto de Cartagena de Indias por un carpintero famoso en todo el Caribe. Desde la Capital, un sinfín de personas desfilaron durante un mes entero por la casa, trayéndole ropa a todo mundo, cortinas de varios colores, campanas, lámparas, muebles, vajillas, cubiertos, mesas, copas, bandejas, bañeras, estantes, armarios, esencias aromatizantes, velas y toda una gran cantidad de enceres que hacían sentir la casa como en una perpetúa fiesta. El suceso era inminente: Don Juan Javier Duarte y Colina se casaría con Doña Emilda María García Lozano, aún cuando esta no renunció a sus labores domesticas. Por lo cual las mujeres no sospecharon nada, porque ella no había variado en nada, ni su forma de vestir, ni su forma de tratarlas, de hecho, fue en aquellos días de constantes visitas y entregas de encargos donde Emilda mandó a construir en la parte trasera de la casa un pequeño salón de cuatro pilares de madera que soportaban un techo de una sola agua con tejas rehusadas y un piso de arcilla destinado a enseñarles a leer, a escribir y a rezar a las mujeres de su futura hacienda.
*-Si queremos ser mejores que los hombres, debemos empezar por saber más que ellos-* Decía jocosamente a sus alumnas.
Don Juan Javier se encargó de emitir las invitaciones. Emilda se rehusó a invitar a alguien, porque su novio tenía invitados que no iban a permitir que negros de la sierra de occidente estuvieran en la fiesta como señores y ella no iba a permitir que no se les tratase como tales.
*-Es tu fiesta, mujer –* Dijo Juan Javier – *Si quieres no invito a nadie, pero nada me haría más feliz que esto estuviera lleno de gente que se alegrara de tu dicha.*
Emilda, honestamente dudó en hacerlo o no. Pero declinó el ofrecimiento para no entorpecer el futuro en los negocios de su novio. Los sacrificios en el amor, son constantes y silenciosos. Ella, por supuesto, jamás reveló el por qué se expuso a que la señalaran en la fiesta como “cualquiera” con murmullos bastante audibles, por no tener familia, amigos, parientes que fueran a entregar la su doncella a su esposo. La verdad, no fue una mujer preocupada en respetar las reglas sociales por las cuales nunca nadie le preguntó si estaba de acuerdo para acatarlas, por tanto el gozo en su fiesta de bodas, fue más por el amor naciente que por los presentes.
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Fuente: ETC
Don Juan Javier había recibido la propuesta de un menú para la boda desde el Puerto de Veracruz, con exquisiteces de la Mesoamérica e innumerables platos a base de maíz. Sin consultarle a Emilda les comunicó a las mujeres que se casaría, les dijo con quién y les dijo también que no iban a cocinar en su boda, porque quería que disfrutaran de la fiesta. Las negras mojaron cada palmo de la cocina con su desgarrador llanto por el ofrecimiento del patrón. Las estaba condenando al insulto y desprecio de los invitados. Si cocinaban ellas, no iban a poder despreciar a quienes les dan de comer y además delicioso.
*-Si esta es mi boda en realidad, Rigoberta y las demás se encargarán de la comida de la fiesta.-* Ordenó Emilda.
*-Pero, quiero que se diviertan…*- Sugirió Juan Javier
*-Nada más divertido para ellas que saber que manos negras les mató el hambre a los blancos que tanto asco les tienen.*–Finalizó ella, con un tono que no dejaba duda a que la decisión ya había sido tomada. Y así fue.
Ofelia había tomado tanta pericia con los dulces de plátanos que se dispuso hacer miles en raciones pequeñas. Se mataron varios chivos, lechones, ovejas, gallinas y codornices para preparar un buffet. Del Caribe llegaron gran variedad de quesos y jamones. Desde la Capital frutas, sobre todo dátiles, fresas, manzanas, uvas, peras y melocotones. En la hacienda se había hecho un buen cultivo de melones, patillas, piñas, naranjas, mandarinas, mangos, mamones, tamarindos, limones, caña de azúcar, maíz, auyama, nísperos y ciruelas. Emilda y sus mujeres iban a agasajar a los mantuanos con manjares tropicales.
Tres días antes de la boda, la corredera en la casa era insoportable. Ofelia quien aún no se atrevía a hablar, se tapaba con fuerza los oídos al son de los martillos atiborrando el espacio de un nuevo aspecto. Emilda se deslizaba con gracia por la casa disponiendo de cada detalle para ponerlo a su gusto. Aprovechó la reforma para mandar a construir una casa anexa a la cocina para las mujeres, con dos baños, piso de piedra pulida, alto para evitar la entrada de bichos en los meses de calor y unas ventanas monumentales para no impedir el paso libre de la luz. La alacena fue modificada, el corral interno agrandado y movido hacia el patio trasero. En el lugar del viejo corral, sitio abonado por los excrementos de los animales, Rigoberta pidió permiso para sembrar lo que de vez en cuando requieren para cocinar, así, con el visto bueno de Emilda, en ese sitio se sembró ajies, picantes y dulces, cilantro silvestre, romero, yerbabuena, albahaca y pimentón. Ya para el nacimiento de Ernestina Duarte, ese pequeño huerto abastecía toda la hacienda.
Los chivos, lechones, ovejas, gallinas y codornices puestos a macerar en barricas de vino tinto, fueron asados en ollas monumentales. Se inició la recolección de las frutas y verduras para las ensaladas. El lavado de los quesos y los jamones. El exprimidos de las toronjas, naranjas, parchitas y granadas para la preparación de los ponches llenó la cocina de un ambiente tan tenso que obligó a las mujeres y a Emilda a dormir muy pocas horas y turnarse para acabar con la faena de la comida.
Ofelia acabó un día antes los 30.000 dulcecitos de plátano maduro, que usarían como aperitivo durante la fiesta y para atiborrar a los niños de azúcar. Luego se dedicó a pilar el maíz y disolver las panelas para los panecillos. La cuajada de la leche estaba lista para convertirse en natilla. Antonia se dedicó a lavar la vajilla para tenerla inmaculada y Fina de colocar en el salón y el comedor las mesas en su santo lugar.
La casa, que antes era inmensa, había quedado prácticamente inexplorable luego de los arreglos que Don Juan Javier había ordenado. La puerta principal, de doble hoja, de tres metros de alto con picaportes y mirillas de bronce, estaba tallada en cedro con rectángulos equidistantes que la hacía parecer una gran barra de chocolate. A cada lado de la puerta cuatro ventanas rectangulares, simétricas le daban a la casa una luz maravillosa, de surtidos colores luego de que les colocaron los vitrales. Las cortinas beige, permanecían enlazadas con una gran cinta carmesí, durante el día. Los cortineros eran de bronce. Todas las paredes de ladrillos de adobe fueron fortalecidas con arcilla, recubiertas y acabadas con una cal blanquísima que mantenía las estancias con una frescura primaveral, incluso a las horas de mayor calor. El suelo de toda la casa, excepto la cocina, fue recubierto con una madera pulida a juego con la escalera principal que daba a las habitaciones. Todas en la parte superior con ventanas que daban hacia el patio trasero de la Hacienda, con una vista cautivadora del horizonte herbáceo hasta que la larga hilera de árboles centenarios siempre verdes delataba el curso del río. Las barandas de la escalera fueron barnizadas y cada lámpara y candelabro pulido. Al lado derecho de la puerta, se ubicaba el comedor. Inmenso, blanquísimo con una mesa principal de caoba ovalada de doce puestos. Y cuatro rectangulares de seis puestos cada una que, podrían engranarse para aumentar la capacidad según la magnitud de la celebración.
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Fuente: Alibaba
En los cuatro costados del comedor una lámpara de aceites aromáticos traídos del Caribe, con patas de bronce y vasos de cristal labrado. Cada mesa tenía sobre si dos candelabros de siete velas, todas blancas, rectas e inmaculadas. Al fondo un estante con toda la utilería necesaria para ese espacio. Ninguna mesa tenía manteles. Ellos estaban guardados en la parte cubierta del estante. En un rincón contiguo a la sala una pequeña licorera rodante, exhibía unas pocas copas, vasos, removedores y dos botellas de vino europeo a estrenar y un aguardiente de Mesoamérica a medio terminar. Una cortina blanca, que según como diera la luz parecía mimetizarse con la pared daba entrada, bajando dos escalones a la cocina. Ella conservaba sus paredes de ladrillo de arcilla vista, y techo de cañabrava y adobe y tejas que mantenían aquel enorme espacio aislado del calor. Tres fogones pegados a la pared, una enorme mesa hecha de piedra y barro para el oficio necesario de cocinar, una mesa pegada al fondo con cuatro aberturas para incrustar la leña, y hacer las veces de horno. La cocina contaba con tres entradas. La de la derecha directa al comedor. La de la izquierda con salida al huerto sembrado por Rigoberta y la alacena donde también podían acceder a la tinaja para beber agua y a la pila para cogerla en grandes cantidades, meses después Emilda hizo construir allí un espacio cómodo y grande para el lavado de la loza y la tercera hacia la casita de Ofelia y la de las demás mujeres y los dos cuartos de baño que les habían fabricado, para evitar el colapso en caso de que coincidieran las necesidades.
Al lado izquierdo de la puerta principal, se encontraba una pequeña estancia con muebles pegados a las ventanas mesitas para tomar la merienda y plantas para darle vida al lugar. Al fondo de esta estancia, una tinaja enorme con su rítmico *cloc, cloc, cloc*, incesante de agua purificada. El artefacto era todo un espectáculo, provisto de las tazas necesarias para hacer uso del preciado líquido y con plantas pequeñísimas que iban convirtiendo el gran envase ancestral en un autentico humedal. Y el espacio se complementaba con dos accesos a cuartos de baños, perfectamente diferenciados, para damas y caballeros.
La sala, estaba de frente a la puerta principal y se extendía desde ella hasta el fondo, donde un par de puertas disimuladas por cortinas tenían como destino el patio trasero y las caballerizas y las jaulas de guacamayas, loros y cotorras que Juan Javier tanto celaba.
Había muebles de pino, adornados con cojines de terciopelo azulado. Dos mesitas pequeñas con ceniceros de plata y yesqueros con motivos victorianos. Una mesilla de gavetas, donde se guardaban cosas de poca importancia, encima de esta una cesta con frutas frescas que eran cambiadas a diario y candelabros de plata en los sitios donde era necesario para ofrecer buena luz. Cuatro lámparas de aceite, colgaban de las paredes y dos debajo de la escalera.
A los lados de la puerta principal, dos percheros y dos paragüeros de madera de cují, dedicados a las visitas. Permanentemente allí estaba la fusta y el sombrero de Juan Javier y luego de materializar el matrimonio, Emilda dejaría los guantes, su sombrilla y sombrero cuando le apetecía usarlo. En la parte alta diez habitaciones que bordeaban la casa de este a oeste y norte a sur le daban un espacio privilegiado a Juan Javier y a Emilda para aumentar la familia o recibir visitas. Las tejas del techo fueron cambiadas todas. Las que quitaron fueron usadas en la ampliación de la cocina, la alacena, la casa de Ofelia, el saloncito para estudiar y los cuartos de las mujeres. Las pocas que quedaban serían usadas en el fregadero que Emilda mandaría a construir.
A un día para la ceremonia, en un viaje de dos días, Juan Javier estaba de regreso con el Padre Nelson Genaro Sarmiento. Luego de la versión que dio el cura de lo que el hacendado le había dicho cuando se negó a oficiar la misa del entierro de una negra, ningún clérigo quiso auparlo en su deseo de casarse ante los ojos de Dios. Emilda no le dio importancia y trató de disuadirlo de que no hicieran un matrimonio eclesiástico, pero su familia lo había criado sacramentalmente y no se concebía viviendo amanceba. Llegó a la casa un carruaje enorme con detalles para la boda, el vestido. Los anillos. La corbata y las yuntas de Juan Javier así como su traje negro azabache, el sombrero de copa, gomina, almidón para los puños y cuello, la camisa de un blanco impoluto y en una cajita de cristal la rosa que luciría en la solapa. Emilda colocó las pertenecías de su novio en la habitación respectiva. Y las de ella en donde correspondía. Se encontró además con una caja con varios frascos de esencias exquisitas, claramente se notaba que venían desde muy lejos. El vestido pesaba un montón, tenía como accesorios un sombrero modesto que sujetaba el velo, unos guantes manga larga y un corsé bordado con preciosas piedras pálidas. El bouquet era un mosaico de flores de colores pálidos perfectamente conservado en una caja de cristal. Un collar de esmeraldas con pendientes a juego completaba el ajuar de Novia.
Emilda no creyó que tanto trapo pudiera arrancarle lágrimas en algún momento. Siempre pensó que estaba por encima de esos caprichos de niña social y cuentos de hadas donde la mujer es relegada a mera comparsa. Pero lloró amargamente reprochándose el no haberse dado tiempo en la vida para ser realmente mujer e imaginarse cómo habría de ser el día en que se casase con su príncipe azul. Nunca jugó a las muñecas, ni leía algo más que no fueran libros de historia o capitulaciones políticas, muy comunes en la Capital luego de lograr la independencia. Lloró por no tener expectativas y por la poca emoción que le daba el estar a punto de decir *“si, acepto”* y sólo entonces, bañada en lágrimas por sus ilusiones inexistentes, cayó en cuenta que sin querer se había topado con el hombre que cualquier chica hubiera deseado.
Juan Javier Duarte y Colina, tenía una tez muy clara, percudida por sus faenas al sol. Manos fuertes y ásperas, voz suave pero firme, cabello costeño de un amarillo cobrizo, bigotes poblados y labios carnosos. Sus ojos verdes revelaban su herencia europea y su fuerza descomunal su herencia nativa. Un pecho fuerte muy bien disimulado bajo sus camisas y piernas ágiles que a veces no combinaban con su manera parsimoniosa de caminar. Emilda, se detuvo a imaginar la noche de bodas con ese hombre de mirada seca, cuyos ojos brillaban al contacto con su olor. Asumió entonces la realidad, que Juan Javier Duarte y Colina pudo oler en ella el amor, antes que ella siquiera supiera que lo sentía.
Cuando los gallos cantaron en la madrugada de la boda, ya Emilda estaba metida en la bañera con aguas florales y Ofelia peinaba esa gran cabellera negra. En su habitación, sudando deseo, Juan Javier se bebía entre nervios y amor, la zozobra que significaba una vida de verdad, juntos. Muchas veces intentó intimar con Emilda, incluso pensó en emborracharla pero, su novia no era de las que perdía las nociones de la realidad tan fácilmente. A la veintena de años, la necesidad de calor humano se vuelve casi de primer orden. Juan Javier recurrió a los baños fríos cuando la tentación lo asaltaba a altas horas de la noche. Pero cuando la boda era cada vez más inminente ya ni ese recurso era efectivo. Su último intento fue cuando ella le llevó a su habitación uno de los dulces de plátano de Ofelia para que lo probara y diera su visto bueno. Él, lo comió directamente de las manos de su novia y con sus dientes rozó suavemente la yema de sus dedos, la miró fijamente pero no pudo aguantar el peso de sus ojos marrones que le dijeron que estaba sobrepasando la línea. Sin embargo, sin mirarla a la cara, se llevó sus dedos a la boca para limpiar con la lengua el resto de dulce que había quedado. Un sudor helado le recorrió la columna, respiró profundo, creyó que había acabado con el aire de la habitación y se armó de valor para intentar desnudar a su novia, esta ya estaba camino a la puerta.
*<<No le doy importancia a la virginidad, pero me encanta torturar a los que si>>* Dijo, sin volver la mirada y cerrando la puerta tras ella.
Mientras Juan Javier iba al río a calmar la ansiedad. Emilda estaba ya adornando su cabello con ayuda de Ofelia con florecillas diminutas, mientras por la ventana abierta de su habitación veía cómo se despertaba el día que le daba la bienvenida a abril y a su nueva vida. A mediodía la comandanta y el mantuano estarían casados.
Los invitados empezaron a llegar con las primeras brisas de la mañana. Así que hubo que darles de desayunar. Pan de yuca y queso fue lo que las mujeres dispusieron para salir del apuro. No pudieron quedar mejor. El padre, que había dormido en una de las habitaciones nuevas en la parte alta de la casa, ayudó a los obreros y a las mujeres a adornar el jardín principal y el altar. Solicitó agua y la bendijo, solicitó vino y pan e hizo lo propio y a las diez ya la hacienda estaba llena y el cura asándose. Emilda preciosa aguardaba en su habitación y Juan Javier sudaba angustia entre las sonrisas forzadas que tuvo que expedirles al alcalde, al presidente de la región de los valles, al comisionado del gobierno para los asuntos portuarios y al jefe civil que llevaba los asuntos legales del casamiento.
La boda empezó con el escándalo hilvanado por la costumbre de Emilda de desafiar el orden establecido. El maravilloso vestido blanco nácar, tenía una inmensa cola que Antonia, Fina, Rigoberta y Ofelia ayudaron a llevar. El silencio sepulcral que la gente guardó fue alimento para la felicidad de la revolucionaria domesticada y una bofetada al estatus de las clases dominantes. Juan Javier estaba tan iluminado de dicha que no se percató de la travesura de su novia y ansioso haló con el pensamiento los minutos para decirle a su amada que si, que quería que fuera su esposa para amarla y respetarla en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la dicha y en el llanto, todos los días de su vida. Amen.
El beso del final de la ceremonia y del inicio de sus vidas se prolongó tanto que el Padre tuvo que separarlos un gesto sutil de “ya basta”, los invitados explotaron en aplausos y cuando Emilda se disponía a deshacerse del bouquet, vio a las mujeres llorando y se acercó a ellas para conocer si se trataba de dicha o tristeza *<<De contento señora>>* Le dijo Fina, la más delgadas de todas esas negras. Maravillosa bailarina al son de cueros de tambor costeño y de la que se decía que tenía poderes sobrenaturales. Emilda las abrazó y les besó la mejilla a cada una y les prohibió que la llamaran *<<Señora>>*.
*-Lo único que en mí ha cambiado, es que mi nombre ahora es más largo-.* Dijo con una enorme sonrisa, engalanando su rostro, ante la mirada perpleja de los invitados cuyas esposas e hijas esperaban impacientes el futuro maravilloso que le traería a la afortunada de quedarse con el bouquet.
*-Parece que te casaste con Manuela Saenz, Juan-* Le dijo el alcalde.
*-No hable tanto, alcalde*– Dijo Juan Javier sonriente – *Si ella lo escucha, no podré hacer nada para protegerlo*.-
El bouquet, se lo quedó Ana Belén una chica desaliñada y sin gracia que, nutrió sus 35 años a fuerza de ganchillo, bordado, bailes de salón, una excelente dicción de lenguas romances y arte francés en la cocina para morirse de desdén cada día en la eternidad de la espera del amor extraviado.
La celebración se prolongó hasta muy avanzado ya el día siguiente. Juan Javier estaba sorprendido de la frescura de su esposa a pesar de tener varias copas encima, zapatos de tacón y más de 24 horas sin dormir. Los invitados notables se habían marchado con el ocaso. Emilda respiró al ver la casa desprovista de políticos, que se fueron consternados ante la actitud y el desparpajo de aquella mujer, para con los esclavos y las opiniones libres que emitía, sobre temas de los cuales sólo los hombres tenían autoridad para opinar. El alcalde muy hondo, donde guardaba su ambición, alojó también un presentimiento de conspiración.
Dos días después, en el carruaje traído desde Cartagena de Indias, Juan Javier y señora se fueron de luna de miel a un lugar que nunca fue dado a conocer. Ofelia durmió durante día y medio en una hamaca que le colgó un obrero en el saloncito de estudio. El resto de las mujeres cerraron la casa con candado e hicieron lo propio. Al terminar su descanso, la coordinación de hormiguita que tomaron para la limpieza del lugar fue impresionante. Rigoberta, se encargó de bajar cada una de las cortinas, manteles, alfombrillas, y llevarlas a una carretilla para luego ir todas al río a lavar. Ofelia, sacó inmensas cantidades de copas, vasos, botellas, platos, cubiertos, bandejas, ceniceros, para que Antonia fuera fregando y Fina estaba barriendo la casa antes de trapear y encontró entre los muebles, anteojos, pluma y tinta, monedas, yesqueros, pipas, pañuelos, guantes, sonajeros entre otras cosas que fueron a dar a una cesta en la cocina por si alguien se le ocurría reclamar. La jornada fue intensa, los primeros días de Abril, le regalaron a las mujeres una brisa primaveral y amenaza de lluvias que no se materializaban. La cuarta noche de ausencia de los recién casados. Ofelia estaba sumida en un desasosiego provocado por el insomnio. En la lejanía, la nocturnidad se iluminaba con relámpagos esporádicos mientras ella caminaba por el jardín principal comiendo un cambur para calmar las ansiedades nocturnas. A su corta edad, tuvo que cargar con las penurias de enterrar a sus padres y con el peso atroz de soportar un voto de silencio que nadie nunca se atrevió a contradecir. Ni siquiera en las clases cuando Emilda les pedía que leyeran, ella era forzada a pronunciar una sola palabra. Al despuntar la grisapa de los gallos, Ofelia ya había limpiado y adornado con cayenas rojas y blancas la tumba de sus padres, con una devoción que no habría de perder jamás. Las mujeres empezaron a despertar, para preparar la merienda de los obreros que iban monte adentro y ninguna extrañó que Ofelia ya se encontrase pilando el maíz. A las cinco de la mañana ya todo estaba listo y Casimiro, Pedro, Isidro, Marcos, Pepe, Pancho y Jorge ya estaban en la cocina buscando su desayuno. Fina, en el patio trasero dándole de beber a los caballos y cambiando el agua y los alimentos a los pájaros de Juan Javier que armaron un alboroto cuando ella entró en la jaula para hacer sus labores.
Pan de maíz, crema de queso, avena caliente y café era lo que generalmente comían los muchachos y se llevaban un trozo de carne salada y pan para que lo asaran en el monte, donde les sorprendiera el hambre. Esta vez, declinaron cargar con el alimento para el almuerzo. Y las mujeres, decidieron preparar para su regreso una buena cena y así ocupar su tiempo en lo que mejor sabían hacer. Antonia mató una gallina y con lo poco que había retoñado en el huerto de Rigoberta se dispuso a hacer una sopa. Rigoberta puso a freír en manteca, unos toletes de yuca, de la alacena sacaron queso e hicieron una excelente ensalada cruda de tomates, cebollas, lechuga y acelgas y al anochecer esperaron a los hombres para degustar un manjar y despedir el día sentados en el patio trasero, perturbando el sueño precoz de las cotorras, loros y guacamayas con los cantos de Antonia en una lengua ininteligible y el acelerado baile de Fina al son de un improvisado tambor que hizo Pancho de un tronco seco y hueco. La lluvia interrumpió las celebraciones y los obligó resguardarse, por quince días nadie salió de sus refugios, sólo para lo indispensable. Aunque luego, los días empapados de poco sol, llenaron de melancolía los espacios y tres meses después la lluvia, los quehaceres, los cantos y el tambor improvisado eran ya costumbre. Hacían falta los señores.
La cosecha nunca fue mejor en la hacienda. La alacena no se dio abasto para guardar lo que se disponía para el sustento de la casa, así que los hombres construyeron una choza contigua para resguardar lo que podía estar a la intemperie, los comerciantes de maíz, yuca, frijol, auyama, tomates, ají, piñas, naranjas, tamarindo, mamón, lechoza, níspero, mango, berenjenas, cebollas, papas, zanahorias y pimentón necesitaron más de una semana para llevarse lo que querían comprar, todo era grande y abundante y los réditos de esa venta en las ciudades iba ser realmente un gran negocio. Las vacas tenían mucha leche, diez habían parido, el heno era abundante y el verde campo se cubría de flores violetas cercenadas por miles de insectos, cotizando el polen. Una noche de finales de Junio, Fina, detrás de la alacena estaba fumando un tabaco, ellas usaba el cabello siempre recogido como un moño de doble altura que le hacían disimular su escasa estatura, pero para averiguar las mentiras del pasado y las verdades del futuro soltaba su melena y su rebeldía al viento, a la cuarta inhalación, abrió mucho los ojos ante la visión en el tabaco ardiendo y con gran emoción gritó *<<¡Ya vienen, los señores ya vienen!>>* Antonia y Rigoberta dieron un salto en el saloncito de estudios donde leían la biblia desde el principio como si fuera un cuento, ante los gritos guturales de Fina, cuando esta vio a todas las mujeres, quietas y prestándole atención, bajó el tono y profetizó *“Y no vienen solos”*.
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Fuente: artelista.com
La mañana siguiente despertó con una suave llovizna sobre el campo. El contacto de las gotas con el cuerpo era sutil y hasta romántico. Era domingo y los hombres estaban lavando sus caballos, despiojándolos y quitándoles a los animales las sillas y las riendas para que se sintieran libres un rato. Mientras corrían y comían de la maleza que crecía desmesurada casi tan veloz como caía la lluvia. Ofelia atravesó la alacena con una olla de leche caliente, para el café y se quedó tumefacta de alegría, los caballos que estaban revoloteando como niños traviesos por los espacios abiertos, se paralizaron y los hombres corrieron a ponerse las camisas y a pararse firme cual batallón militar, Don Juan Javier Duarte y Colina estaba llegando con su esposa Doña Emilda María García Lozano de Duarte, ambos sobre una yegua blanca y una mancha negra en la frente en forma de estrella. Antonia fue la primera en reaccionar y correr a abrir el portón a los patrones y a preguntar si les habían robado la carreta donde se habían ido, pero la realidad le contestó antes de que Emilda pudiera hacerlo. Detrás, arrastrada por su caballo la carreta venía repleta de recuerdos y compras que no daban espacio para los humanos. Don Juan Javier, quien se notaba rejuvenecido, bajó primero de la yegua para luego coger en brazos a su esposa. A las mujeres parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas cuando se dieron cuenta que la mañana les trajo de vuelta a sus patrones y regalos con ellos.
*¡Esta preña’ mi señora!*- Gritó Fina, al ver la pequeña protuberancia simétrica en el vientre de Emilda. –*¡Lo sabía, lo sabía, se los dije*! – decía mientras miraba a sus compañera y brincaba de alegría.
Corrió hacía Emilda para abrazarla pero se contuvo, la señora se incorporó y le abrió los brazos para recibir su alegría encantada. El resto se unió sin pensarlo para compartir la dicha.
El día transcurrió entre las buenas noticias que daba Pepe, el capataz, a Don Juan Javier sobre la buena cosecha y las buenas ventas. Y las confidencias que les trajo Emilda a sus amigas. Les repartió regalos y desempacaron las cosas para el bebé en el cuarto contiguo al matrimonial. La cena fue prácticamente de gala y en el comedor no sólo se sentaron los señores sino las mujeres y los hombres, excepto Isidro cuya casa quedaba a varias leguas de viaje y no podía permitirse que los muertos de la sabana lo castigasen. Todos celebraron, cantaron, rieron y brindaron por los Duarte, hasta que el vino que quedaba de la boda terminó por acabarse. Juan Javier les dio el día siguiente libre y les pagó doble en agradecimiento a su lealtad en el manejo de la hacienda. La lealtad en aquellos días, como en cualquier otro es un regalo que había que saber agradecer.
En la mitad de los días de Enero, Alborada estaba inquieta sobre el pastizal del patio trasero de la hacienda, la yegua que Juan Javier le había comprado a su mujer en el viaje de novios, era cuidada como una más de la familia. Hacía más de un mes que Emilda no la montaba, se limitaba a pasearla, tirándola de la rienda alrededor de la casa y ya desde hacía dos semanas ni siquiera su dueña salía a acariciar su hocico y eso la tenía realmente perturbada. Ofelia, tenía las piernas destrozadas de tanto subir agua caliente y bajar sabanas y trapos sucios desde la habitación principal. Fina, se había encaramado en el techo de la alacena, con el cabello suelto a tratar de averiguar el futuro y Juan Javier se bebía los tragos de aguardiente de un sorbo, creyendo que disolvería la angustia que anidaba en su estómago.
A las cuatro de la mañana, nació Ernestina de los Ángeles. La primogénita del matrimonio Duarte. Rigoberta se encargó de traerla al mundo con un esfuerzo titánico de su madre, nació limpiecita, con los ojos negros muy abiertos, explorándolo todo y renuente a toda costa a llorar a pesar de las nalgadas que Rigoberta le propinó para poner a trabajar ese sistema respiratorio, esa cualidad de no llorar, sería lo único auténtico que tendría Ernestina el resto de su vida.
Juan Javier estaba feliz. De la nada planeó una fiesta y presentó a cuantos supieron del parto y se acercaron a conocer a la bebita. Disfrutaba explicando que su madre se llamaba Ernestina y en su lecho de muerte le hizo prometer que le pondría su nombre a su primera hija. *<< ¡Ya cumplí!>>* decía orgulloso cada vez que contaba la historia, la cual tuvo que repetir al menos una centena de veces a lo largo del día. Emilda, salió de su habitación cuatro días después del parto, porque de sus pechos manaba leche como manantial y presupuso, por un paradigma ancestral que la niña tendría hambre. Antonia y las demás estaban jugando con ella y tratando de que aprendiera en un día lo que ellas aún no sabían.
Juan Javier encontró a su esposa dándole teta a la niña en el rincón más fresco de la sala, un sutil rayo de luz dorada de la tarde aún joven acariciaba la mejilla derecha de su esposa y golpeaba con suavidad el rostro sereno y angelical de su hija alimentándose. En ese momento supo que la felicidad era tan fácil, que se alcanzaba, a veces, al ver imágenes como esa.
*-Habrá que bautizarla.-* Interrumpió el ritual.
*-Si, pero en la Ciudad.-* Aceptó Emilda, ante el asombro de su esposo, que, conociendo la animadversión de su cónyuge hacia la religión y los emisarios de ésta, había pronosticado a la par que hacía la proposición que la respuesta sería negativa.
La intención de Emilda fue tratar de redimirse ante su familia. A toda mujer joven que se hace mujer sin haber tenido tiempo de ser niña, siempre le hace falta una madre, una que disipe el miedo ante los compromisos femeninos en una noche de bodas. Una madre que aconseje cuales son las mejores palabras para hablar con amor, cómo sobrellevar una casa, un esposo, una hija y tener espacio para pensar en sí misma. Y sobre todo una madre que, como ha de ser siempre, creerá que su hija por más errores que cometa, es la mejor. Fue hasta los días posteriores al parto en los que Emilda empezó a sentir la soledad, pareciera que la hubiera escondido en un baúl y que este se abrió ante su convalecencia y ahora andaba revoloteando en los abismos de su mente amargándole la existencia. La primera vez que tuvo a Ernestina en sus brazos, le recordó a su hermana María de las Nieves y pensó que debía llamarse así, pero ante los acosos de la soledad, cuando Juan Javier le comentó la promesa que le hizo a su madre, ella aceptó sin pensar, creyendo que alejando cualquier cosa que oliera a pasado, la soledad dejaría de fastidiar. No fue así, entonces una tarde se reunió con Fina y le pidió que leyera el tabaco para saber de su familia y la única familia que logró ver Fina en sus cenizas ardiendo fueron siete personas, y sólo una de su pasado.
*-Su pasado no se ve, mi señora.-*
*-¡No me llames señora!* - ordenó – *Pero yo tengo un pasado y gente en ese pasado…*
*-Todos tenemos un pasado, mujer, pero si no está con nosotros en el presente, es porque era lo mejor.*- Concluyó Fina.
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Fuente: Steemit
Emilda un poco decepcionada por las predicciones de Fina, decidió que era mejor ir a ver a su familia, presentarles a su esposo y su hija y devolverles el honor que por andar de revolucionaria ellos creyeron que habían perdido y que la perdonasen de la mejor manera, enterneciéndoles. Cuando Juan Javier aceptó, el miedo de Emilda se diluyó en ansias de viajar. El miedo a la soledad estaba arrastrándola al foso del olvido y a veces le costaba trabajo recordar el rostro de su padre, el tono de voz de su madre y el olor de sus hermanas y quería recuperar un poco su legado. Además sabía que sus hermanas iban a ser inmensamente felices disfrutando de ese angelito que la vida le había regalado.
La niña fue registrada con el nombre de María Ernestina de los Ángeles Duarte García a los cuarenta y tres días de nacida, cuando el clima indeciso que reinaba desde su nacimiento, se decantó por un sol esbelto y radiante. Dos días antes de partir, Juan Javier y Emilda, que habían estado durmiendo en cuartos separados, retomaron la rutina amatoria a la que se acostumbraron en su luna de miel por parajes desconocidos. La niña, podría morirse de hambre, pero era incapaz de llorar solicitando alimento, fue entonces cuando Emilda trasladó la cuna a su habitación y por razones de pudor, Juan Javier y ella hacían el amor en cualquiera de las demás habitaciones de la casa. Si las ganas los sorprendían en mitad de la noche, a hurtadillas salían hasta donde las fuerzas los llevaran. En una ocasión Isidro que madrugó para ensillar los caballos, los vio entregarse en los brazos de la lujuria en el saloncito de lectura de las mujeres, lo cierto es que en dos días lograron pagar con creces cuarenta y cinco días de abstinencia carnal.
Alborada llevaba la carreta, la ciudad estaba entre tinieblas a media mañana y desde el camino los techos rojos y la gran cantidad de flores claramente indicaban que al contrario de la sabana, la ciudad resguardada entre las montañas permanecía siempre en primavera. El obispo gustosamente aceptó bautizar a la niña, luego de escudriñar en los antepasados de los progenitores. Emilda dijo la verdad: que sus padres eran originarios del Reino de Toledo y eso fue suficiente para que el sacerdote los creyera de sangre azul, fue Don Juan Javier que monopolizó la conversación tratando de que el prelado no identificara el pasado reciente de Emilda, entregada a las armas a fuerza de un ideal, por ahora dormido. Fijaron fecha para el día siguiente y Juan Javier se dispuso a presentarse ante los suegros de brazo de la orgullosa madre. Fue imposible localizarlos, una botica en la antigua casona y nadie que pudiera dar razón certera de su paradero. Emilda no se molestó en insistir ni buscarlos, supuso que se habían marchado a España y encogida de hombros aceptó la realidad, además la soledad tenía mucho tiempo que no la visitaba.
Juan Javier escuchó en la entrada del bar contiguo a la habitación donde se hospedaron que la Familia García Lozano había salido huyendo porque trazas guerrilleras los hostigaron ya que estaban convencidos de que habían entregado a su hija a los conservadores, como nunca se nunca más nada de “la comandanta”, Juan Javier guardó silencio sobre aquel comentario por el resto de su vida. Aunque no sabía los motivos de su esposa para querer hacer un encuentro familiar, no pensó justo hacerla cargar con la culpa de la persecución a su familia, en caso de que la versión de dos borrachos pudiera darse como cierta.
Los padrinos de Ernestina eran el Alcalde Juan de Dios Caldás y Almeida y su Esposa Doña Gertrudis Linares y Alcázar. Emilda lloró la ausencia de sus mujeres, la única familia que de verás había sentido suya desde que acabó la guerra y maldijo entre dientes a la iglesia, al gobierno, a la ciudad convertida en una pocilga política, luego que fue estrella de Belén para guiar a todo un continente hacia la gloria. Se propuso desde ya a enseñar a su hija a jugar con tierra, a diferenciar el color de la piel y el color del corazón y a saber que el dinero lo tiene quien puede quitárselo a otro. *“Mis hijas no serán como las mujeres de aquí”* pensó mientras miraba con desprecio y de reojo a la mujer del Alcalde.
Terminada la ceremonia y Ernestina despojada del pecado original. Juan Javier informó que iba a retirar en el puerto un encargo y luego emprendería el viaje a casa y ofreció su compañía en los caminos solitarios hacia la sabana, el Alcalde se disculpó y explicó que su residencia oficial estaba en la ciudad.
*-Es usted un extraño gobernante, compadre.*-Dijo Emilda montándose en la carreta, Juan Javier temió lo peor.- *manda en un pueblo de veinte pelagatos a ciento cuarenta leguas de distancia.-*
La frialdad de la verdad que les escupió Emilda, no le dejaron espacio a los padrinos más que para dibujar una menuda sonrisa mientras la carreta se alejaba camino al puerto. Ese incidente habría de causar la primera discusión entre los esposos Duarte, a tal punto que Emilda detuvo la carreta, desamarró a Alborada, amarró la manta donde dormía apaciblemente Ernestina a su cuello y cintura, dejando la niña cómoda en su regazo y montó la yagua, dispuesta a irse sola de regreso. Juan Javier se atravesó en el camino.
*-Si te quieres ir, tendrás que ordenarle a tu yegua que me pise.*- La desafió.
Emilda despedía una lágrima cristalina de rabia y arrepentimiento por el ojo izquierdo y antes de que pusiera incorporarse, se desvaneció en el lomo del animal, para despertarse varios minutos después entre los brazos de su marido que sollozaba desconsolado y le pedía perdón.
*-No pasa nada hombre, las mujeres siempre ganamos.-* Le dijo con una sonrisa somnolienta, mientras le acariciaba el rostro, temiendo estar enferma.
Juan Javier desistió de la travesía al puerto. En la ciudad contrató a dos hombres que hacían ese tipo de recados y les pagó por adelantado para que fueran a la mejor de las marchas al puerto y luego a San José de la quebrada que era el pueblo más cercano a la hacienda. El encargo nunca llegó. No se supo que fue de los jornaleros contratados en la ciudad y Juan Javier se deprimió ante la idea de no poder agasajar a su esposa e hija. Había encargado en Francia un carrito para bebé, donde la niña puede dormir, sentarse e incluso hasta comer sin que la madre tuviera que estar permanentemente cargándola y evitando las malcriadeces que ocurren cuando las niñas se acostumbran a los brazos.
En el viaje de retorno, Emilda se negó a darle pecho a la niña, así que compraron leche de vaca y agua de coco para satisfacer las necesidades de engullir de Ernestina. La certeza de estar enferma se acentuó cuando Juan Javier tuvo que detener la carreta siete veces en el camino para que su esposa vomitara. *<<Al llegar a casa, mando a buscar al médico>>* le dijo, en un tono tranquilizador, nunca fue muy bueno para dar apoyo.
Las últimas tres horas del viaje se habían vuelto tediosas por el sofocante calor y la humedad penetrante despuntando el mediodía. La pareja se detuvo un rato a las riberas del mismo río que regaba los fértiles campos de la hacienda de Juan Javier, Alborada aprovechó de beber y Emilda de bañar a la niña, que estaba sudada y con erupciones rojizas diminutas. Entre el chapoteo en el agua, fue la primera vez que vio a la niña sonreír, lo cual fue suficiente para aportar el ánimo necesario para emprender el remate del viaje sacramental.
A las tres de la tarde, desde el techo de la alacena se divisaba ya la carreta que traía a los señores, Isidro dio un salto y gritó que ya venían. Las mujeres habían puesto en la mesa una suculenta ensalada cocida y frijoles criollos sazonados con puerco y gallina y arroz blanco; para acompañar, queso, pan de maíz, jugo de panela con limón y dulces de plátano maduro. La casa estaba impecable, había flores por todas las estancias, Ofelia pasó los días tejiendo como su madre le había enseñado dos mantitas una rosa y otra amarilla. Con la rosa vistió la cama de Ernestina y la amarilla la colocó doblada sobre la cama de una habitación contigua. El camino de piedras desde el portón principal hasta el portal de la casa había sido sembrado de girasoles y todos miraban al oeste vigilando al gigante de oro resplandeciente. Las cortinas fueron recogidas y las ventanas abiertas, a pesar del calor, la casa parecía que respiraba apaciblemente. Pancho y Pepe fueron a recibir a los señores en el portón, en su rostro se dibujaba una estela de alegría que consternó a Juan Javier y le contagió la sonrisa a Emilda.
*-¿Ha estado todo bien por aquí?*- Interrogó Juan Javier.
*-Si, señor, todo ha estado güeno por aquí.-* Respondió Pepe sin levantar la mirada del suelo mientras acompañaba a los señores al portal de la casa.
De reojo Juan Javier se preguntaba el motivo del brillo en los ojos y la sonrisa que trataban de no mostrar sus trabajadores. Al abrir la puerta principal, las mujeres paradas alrededor de la mesa corrieron al encuentro de los recién llegados y Ofelia, la ultima en abrazarlos le entregó un manojo de flores silvestre a Emilda, muy bien ornamentado que momentos previos cortó en el patio trasero.
Los esposos, intrigados se vieron las caras y sonrieron mientras Antonia le arrebató ágilmente a la niña de los brazos de su madre, entre la algarabía de la bienvenida, fueron pasados a la mesa, donde una rica comelona los esperaba.
*-Aliméntese bien, mi señora*- dijo Rigoberta.- *Ahora debe comer por dos*.
Emilda, sintió que las mujeres sabían algo ella todavía no conocía. Su sonrisa se transformó en asombro cuando Fina, la única que había mostrado pasividad en la celebración, le acercó al señor una taza de café y a la señora una taza de leche tibia mientras le decía al oído: *“las embarazadas no pueden tomar café”.*
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